Cómo aprendí las primeras aperturas
Cuando empecé a jugar al ajedrez no tenía ni idea de cómo comenzar una partida.
Miraba la hilera de peones y me preguntaba cuál debería mover hacia delante y por qué. O sacaba un caballo al tablero abierto y esperaba que me fuera bien. Hay 20 posibles primeros movimientos en ajedrez y, después de que cada jugador ha movido una vez, el número pasa a ser la friolera de 400. Sabías que el cálculo y la estrategia eran las claves para ganar pero... ¿cómo podía planear lo que iba a suceder o lo que debía hacer si todo lo que podía ver de las intenciones de mi oponente era un empujoncito a g3?
Así que fue un alivio descubrir que hay aperturas comunes, líneas que podía aprender. Cuanto más pensaba en ello, más me emocionaba. No tendría que adivinar una buena jugada: la sabría. Podría llegar con un propósito y, lo que es mejor, el plan no tendría que estar ideado por mí. Podría seguir los movimientos de los mejores ajedrecistas de la historia y confiar en su mayor experiencia, análisis y percepción. Yo acababa de empezar a jugar al ajedrez, pero ellos llevaban siglos descubriendo gambitos y refutaciones.
Era como si aprendiera a jugar a baloncesto y descubriera que hay una forma de replicar el lanzamiento en suspensión de Michael Jordan.
Michael Jordan
Piénsalo. Si aunque solo fuera durante unos pocos movimientos pudiera ser como Magnus Carlsen, Garri Kaspárov, Kárpov, Fischer, Capablanca o Lasker (por no mencionar a Ruy López, un obispo español del siglo XVI). Si solo miraran la hoja de resultados, ¡nadie sería capaz de distinguirnos! Estaría dispuesta para la brillantez, a pesar de que en el medio juego inevitablemente cometería inexactitudes y despistes graves y lo estropearía todo.
Pronto entendí que solo había un problema. Para ejecutar la teoría detrás de las diferentes aperturas, tenía que recordarla. Y eso era difícil para mí. Cualquier movimiento puede cambiar toda la dinámica de una partida. Cuando jugaba aperturas inglesas, a veces tenía la deliciosa oportunidad de lanzar mi alfil por la diagonal larga y hacerme con una torre despistada, pero con mayor frecuencia dejaba que mi oponente cerrara el centro. Jugaba casi toda la partida con casi un alfil de menos. Probé el Dragón Acelerado pero siempre me sorprendía la temible Formación Maroczy. Jugué la Grünfeld, pero nunca me acordaba de cuándo jugar d5. Si jugaba la francesa, me sorprendía la llegada repentina del final de la partida y entonces me decían que había jugado la eslava. Observé impotente cómo mi holandesa era acribillada por un peón de h merodeador. Mi India de Rey siempre parecía darme un peón de dama aislado.
No tenía ni idea de qué movimientos eran teoría, cuáles eran refutaciones, cuáles eran estúpidos... Con una frecuencia inquietante, para el sexto movimiento (¡si no el tercero!) estaba en estado de pánico total. Intentaba ser como Magnus, pero siempre acababa siendo como yo.
Mi prometido miraba mis partidas una vez terminadas y suspiraba. Veía un error grave en los primeros cinco movimientos o señalaba que me había llevado un minuto y 46 segundos jugar el avance estándar c5.
"Ya te sabes esto", solía decir cuidadoso, aunque cansado, para animarme. "Es teoría". Ah, sí, teoría, pensaba yo. Los comentaristas de ChessTV siempre apelaban a la teoría para confirmar o rechazar una jugada. La teoría comenzaba a parecerme una entidad mágica, singular e incorpórea. Pero la teoría era mi cruz. Era la musa que se negaba a hablar.
Una buena parte del problema es que tengo una memoria terrible. Es como un colador. O quizá no sea exactamente terrible, sino que quizá está llena ya. ¿Cómo puedo recordar la refutación del ataque Trompowsky cuando tengo la mente ocupada recordando todos mis números de voladora frecuente? ¿Cómo puedo memorizar la apertura de la catalana si todo el espacio disponible en mi cerebro está dedicado al inicio de los cuentos de Canterbury?
Nunca podía recordar cuál había sido la apertura en una partida que había terminado hacía apenas unos minutos. Y desde luego no podía recordar varias líneas distintas de una apertura, a menudo ni siquiera la principal.
Un día hace varios meses tuve una idea genial para las blancas: ¡El sistema Londres! 1.d4, 2.Af4, construye una pirámide, desarrolla las piezas menores y a jugar. ¡No tendría que recordar todas las líneas previas! ¡No importaba lo que hiciera la otra persona! Sabía que eso era algo que no debería decir nunca en alto, ni siquiera debería pensarlo. Por supuesto que prestaba atención a los movimientos de mi oponente, me decía. Por supuesto que importaba si estaban jugando una India de Dama o preparando e5 y mi propio juego debería responder de forma acorde. Pero lo cierto es que nunca pensé en cambiar mis planes a medida que mi oponente trasladaba la energía a derecha o izquierda o arriba o abajo durante la apertura. Quizá podía hacer unas pocas alteraciones superficiales, aunque solo fuera por decirme a mí misma que estaba prestando atención, pero en general solo esperaba a que mi reloj se pusiera en marcha y hacía mi movimiento como si no hubiera piezas negras sobre el tablero.
A veces esto me fue muy bien. Clavaba peones a torres. Lancé varios ataques de flanco de rey impresionantes. Pensé que había encontrado la respuesta, un estilo de juego que se ajustaba a mis puntos fuertes y minimizaba mis puntos débiles (sobre todo mi terrible memoria). Pero hubo tantas partidas problemáticas como emocionantes. Se me colaba un caballo en la pirámide y saqueaba el tesoro. Un peoncito hacía un movimiento obvio pero imprevisto y demostraba ser capaz de desmoronármelo todo.
El problema, tal y como veían todos menos yo, era que estaba jugando el Sistema Londres como un sistema en lugar de una apertura. En vez de explotar lo que hacía fuerte a la apertura, su flexibilidad, estaba siguiendo de forma rígida una lista de reglas.
Lo hacía porque pensaba que solo podía recordar el orden de tres o cuatro jugadas. Aún creo que puede que así sea. Hay ciertamente aperturas que yo nunca debería probar porque tienen muchos detalles y teoría (¡ah, la teoría!). Pero lo que había olvidado es el objeto de las propias aperturas. Si estás intentando controlar el centro y te dejan jugar e5, juega e5. ¿A qué lado enrocarán? ¿Qué casillas están controlando? ¿Adónde apuntan sus alfiles? Son todas preguntas muy obvias, pero unas eran fáciles de olvidar para mí mientras trataba de recordar el sexto movimiento de la francesa Winawer y rebuscaba en mi cerebro en lugar de mirar el tablero porque pensaba que simplemente debería ser capaz de memorizarlo.
Así que dejé de jugar el Sistema Londres todo el tiempo y comencé a jugar cosas distintas y, cuando lo jugaba, lo probaba como una apertura. O al menos lo intento. Intento mezclar, jugar diferentes aperturas, recordar que la clave es prestar atención, que el movimiento correcto es el mejor, no el memorizado.
Trato de recordar una lista de normas:
- No compliques la partida innecesariamente.
- Calcula sus mejores movimientos y tus mejores respuestas.
- Haz su vida más difícil y la tuya más fácil.
A veces, a decir verdad, yo también olvido estas normas. De hecho a menudo me desespero preguntándome si estoy progresando algo. No lo sé. Pero espero que sí.
Mi prometido y yo estábamos viento el torneo "Martes Titulado" recientemente cuando Carlsen abrió con un Sistema Londres.
“¡Mira!”, se burló mi prometido. “No ha construido la pirámide. Magnus Carlsen no debe de saberse el sistema”.
“Qué vergüenza”, respondí yo.
Louisa Thomas es una escritora estadounidense autora de dos libros (uno es "Louisa: La extraordinaria vida de la señora Adams), una colaboradora frecuente de NewYorker.com, también fue escritora y editora en Grantlans.com y está "obsesionada" con el tenis y el ajedrez. Puedes seguirla en Twitter.