Ajedrez: ¿El juego de la espera?
Se acercaba el día del nacimiento de mi hija. No tenía gran cosa que hacer salvo esperar. Pasaba un día más. No podía concentrarme en el trabajo. Un día más, y otro. No podía escribir, se me bloqueaban las palabras. No podía dormir. Otro día más, y otro. Cuando trataba de leer, perdía la concentración. Otro, y otro, y otro.
No podía jugar al ajedrez, o no debería haberlo hecho, pero lo hice.
Jugué fatal al ajedrez. Había adoptado la costumbre desde hacía un tiempo de jugar una partida rápida de 30 minutos cada noche. Casi nunca me la perdía. Normalmente trataba de jugar a una hora en la que pudiera concentrarme, cuando pudiera dejar una hora libre para pensar solo en Catalanas, pero jugaba incluso cuando eso suponía tener que hacer jugadas a toda prisa mientras archivo un artículo que tengo que entregar, o jugar en el móvil sentada en el avión esperando a que despegara o, una vez, en la pista central del Wimbledon.
Roger Federer en Wimbledon. | Foto: Louisa Thomas.
La idea tras las partidas rápidas era sencilla: seguro que mi ajedrez mejoraría con la disciplina diaria. Los ejercicios que practicaba eran muy instructivos, pero no sustituían el juego real. Necesitaba ganar experiencia con la presión del reloj. Necesitaba averiguar qué repertorio de aperturas se ajustaba mejor a mi estilo y me pareció que el mejor modo de hacerlo sería probar distintas aperturas durante un período prolongado. Necesitaba averiguar cuál era mi estilo.
Probé a jugar e4, luego cambié a d4. Jugué la Najdorf. Reté la Grünfeld. Probé la Escocesa y la Catalana y reté a mis rivales a darme Benonis. Cada día, después de terminar mi partida, pasaba un poco de tiempo analizando la partida. Consultaba libros de ajedrez para repasar diferentes líneas recomendadas y desaconsejadas. Ocasionalmente lo hacía sobre un tablero real. Cuando terminaba de analizar, consultaba con el módulo de ajedrez y veía qué había hecho bien y mal.
Había funcionado, más o menos. Mi juego mejoraba, si no de forma constante, al menos a trompicones. Mi Elo en línea subía de un salto, luego caía y luego se estancaba, pero yo estaba segura de que, si seguía trabajando, volvería a subir. Y así sucedía. Empecé a sentirme cómoda con un par de aperturas distintas en las que iba entendiendo dónde las líneas se volvían agudas y dónde se volvían aburridas. Empecé a ver ciertos patrones y a coordinar las piezas. Perdí un montón de partidas por tiempo, pero empecé a mejorar en la gestión del tiempo, especialmente al principio de las partidas, donde podía apoyarme en la teoría de apertura en lugar de pasar tiempo calculando de cero (al menos cuando recordaba la teoría de apertura, lo cual reconozco que no sucedía tan a menudo).
Identifiqué algunas de mis mayores debilidades (mi mala memoria, mi afición por perder el tiempo preocupándome, mi costumbre de no calcular una línea hasta el final... podría seguir) y trabajé para buscar formas de minimizarlas, si no superarlas totalmente.
Sin embargo, a medida que se acercaba la fecha en la que salía de cuentas, empecé a jugar cada vez peor. Perdía noche tras noche. Perdía de las formas que siempre había perdido y me inventaba nuevas formas de perder. A veces perdía nada más salir de la apertura. A veces lograba llegar a una posición en la que tenía peón de más o ejercía presión sobre una columna peligrosa. De vez en cuando me ponía incluso con una pieza de más. Pero mi costumbre de hacer la jugada perezosa, estropear mi buena posición y dejar colgado un alfil cada vez fue a peor.
Algunas partidas fueron espectáculos del horror: alardes de ineptitud total. Por ejemplo, una vez mi rival no vio un mate (dos veces) y me regaló un caballo (de hecho, de no ser por un error mío, casi dos caballos). Pero, antes de que yo pudiera aprovechar mi ventaja devastadora, le devolví el caballo, perdí mi ventaja y, ya totalmente perdida, hice una serie de movimientos aterrados. Finalmente abandoné cuando mi rival hizo tenedor a mi rey y dama.
Ninguna ventaja, por grande que fuera, parecía segura.
Yo estaba asustadiza. Mi confianza en mí misma se desplomaba. Mis ánimos estaban peor. Mi ajedrez no estaba mejorando. De hecho, estaba reforzando malos hábitos. Lo que es peor, ya no lo disfrutaba. Pasaban los días y mi cerebro estaba ocupado con otra cosa. Finalmente, acepté la dura verdad: a veces es mejor tomarse un descanso. El ajedrez lleva siglos entre nosotros. Seguiría ahí cuando yo estuviera lista para volver a él.
Eso no evitó que me pusiera a practicar tácticas de ajedrez cuando finalmente me puse de parto. El dolor venía en olas. Traté de centrar mi atención en el pequeño monarca de mi pantalla. Mientras pasaban los segundos de mi reloj, esperando que yo moviera el caballo, yo contaba los minutos entre contracciones. Cada minuto parecía contener horas; las horas eran vidas enteras. Eran las 23:00, luego las 00:00. Yo debía haber intentado dormir, pues sabía que pasarían muchos meses o incluso años antes de que pudiera volver a dormir toda la noche. Sin embargo, me la pasé sacrificando torres y damas.
Perdí la mayoría de las tácticas, igual que había estado perdiendo la mayoría de mis partidas. Quizá casi todas. No recuerdo cuánto bajó mi Elo aquella noche, pero fue un montón. Unas semanas después, borré mi historial de tácticas con la firme intención de empezar de cero. Pero esa noche, mientras estaba de parto, solo podía pensar uno o dos movimientos por delante. Solo contaba los segundos, movía las piezas, sacrificaba temeraria y hacía todo lo posible por distraerme de lo que realmente estaba sucediendo durante todo el tiempo que pude.
Pero no pude ignorar lo que estaba sucediendo durante demasiado tiempo. La mañana siguiente, mientras sostenía en brazos a mi bebé que gimoteaba, mi mente se volvió, una vez más, al ajedrez.
Ella es mi rey, pensé mientras la contemplaba, lavada y arropada. Ella es lo más importante. Haré todo lo que esté en mi poder, lo sacrificaré todo para apoyarla y defenderla.
Y entonces, pensé para mí misma, ella será como un peón, avanzando pasito a pasito. Luego se convertirá en un caballo, brincando y haciendo piruetas a un lado y a otro. Luego será un alfil, con un alcance mayor, adentrándose en cosas nuevas y distantes. Algún día será como una torre: fuerte, sólida, potente, moviéndose recta y auténtica, sabiendo qué es lo correcto.
Y finalmente, será una dama.
Ella yacía sobre mi tripa, con su cabecita minúscula apoyada contra mí, nuestros corazones latiendo acelerados. Sí, pensé para mí. Ella tendrá esa fuerza, ese alcance, ese poder. Algún día, ella será una dama.
Louisa Thomas es una escritora estadounidense, autora de dos libros (entre ellos, Louisa: The Extraordinary Life of Mrs. Adams), es contribuidora frecuente de NewYorker.com, fue escritora y editora en Grantland.com, y está "obsesionada" con el tenis y el ajedrez. Puedes seguirla en Twitter.